Hace poco, mientras desayunábamos un día viviendo la extraordinaria experiencia del compartir comunitario, escuchamos unos sonidos especiales que en principio no sabíamos de donde procedían.
Después de unos minutos identificamos que se trataba del sonido que producía un árbol cercano a nosotros que se encontraba semi oculto por una cerca viva. El viento, jugando con las ramas, hacía que se produjeran diferentes sonidos, los cuales a veces parecían música, otros, como un suave crujir.
Esto me llevo a recordar algunas experiencias de mi infancia. Cuando éramos niños, papá solía realizar con nosotros ciertas prácticas pedagógicas que a mí particularmente me ayudaron, y me ayudan hoy, a manejar la vida de una manera diferente y mucho más armónica.
Siendo muy niña, quizás tenía unos 10 años, tuvimos una pequeña finca por donde muy cerca, bajando la colina en donde se encontraba la casa, pasaba una cantarina y juguetona quebrada, la cual desembocaba a unos 2 y 3 kilómetros adelante, sobre un caudaloso rio.
De cuando en cuando papá nos invitaba, hacia la hora del ocaso, a pasear yendo hacia el rio, por un camino paralelo a la quebrada y separado por frondosos arboles, desde podíamos escuchar el sonido del agua, yendo a veces de prisa y otras lento, a cumplir su cita con el rio.
Esto no hubiera sido más que un agradable paseo, si él no hubiese agregado el componente que aquí quiero narrar y los resultados que en mí, se originaron.
Cuando salíamos a realizar nuestra caminata, él tomaba una linterna con la cual podía iluminar varios metros alrededor, porque siempre a nuestro regreso ya había oscurecido totalmente, y esto se volvía un elemento más dentro de esos mágicos momentos, donde solo las estrellas y la luna iluminaban nuestro camino, así que la linterna con su rayo de luz exaltaba aún más mi imaginación.
Antes de salir, y con su espíritu de pedagogo innato, nos explicaba, a mí y a mis otros 2 hermanos, en qué consistía lo que íbamos a hacer. Solía decirnos. “Aquel que conoce la naturaleza vive mejor”
Las instrucciones eran, entre otras, que desde el momento en que saliéramos de casa, necesitábamos hacer silencio y prestar atención a todos los sonidos que la naturaleza emitía y que intentáramos percibirlos e identificarlos.
Bajábamos la colina y nos adentrábamos en el bosque que nos conducía al rio. El camino era ancho, quizás 2 metros o más, lo que facilitaba que pudiéramos caminar sin que necesariamente fuéramos en fila india; caminar así, en donde podíamos tomarnos de las manos, generaba unión, así que este recorrido era algo místico, mágico, pero a la vez divertido y fraterno, lo que producía en papá un gozo único. Yo lo podía ver en sus pequeños ojos de mirada profunda, la cual aquí se volvía pícara y juguetona, mezcla de sabiduría y aparente ingenuidad.
Llegábamos a la orilla del rio, cuando el sol ya estaba casi ocultándose y papá nos instaba a que observáramos ese maravilloso espectáculo de la puesta del sol.
Esto era lo que casi siempre hacíamos. Nos sentábamos sobre la arena a mirar el horizonte y a ver como el sol nos coqueteaba invitándonos a vivir ese momento mágico del cenit. ¡Jamás olvidaré esos momentos!
Lentamente nos iba envolviendo la quietud que aparece en esos primeros momentos cuando la noche va cayendo. A nuestras espaldas quedaba el bosque y al frente el rio y allí nos quedábamos sentados en la playa sobre la arena los 4, papá, mis 2 hermanos y yo, y ningún otro ser humano cerca, creando una “soledad” que hacía de aquel momento, algo aún más misterioso y mágico.
Ahora venía el siguiente paso del ejercicio: El turno para el agua. Nos dedicábamos a escuchar el correr del agua del rio y los diferentes sonidos que producía, el agua de la quebrada uniéndose con la del rio; simultáneamente intentábamos identificar los diferentes sonidos que iban apareciendo mientras la noche iba cayendo.
El croar de las ranas, el canto de las lechuzas y los búhos, el viento jugando entre las ramas de los árboles. De repente todo allí cobraba vida de una manera particular…Una serpiente que cruzaba veloz casi rozándonos, el grillo que entre los árboles cantaba, los sapos que acechaban a los pequeños insectos para luego saltar, atraparlos y engullirlos casi instantáneamente, las luciérnagas que para mi mente de niña eran estrellitas que se habían desprendido del cielo… ¡cuanta vida en movimiento!
El siguiente ejercicio era escuchar los sonidos cercanos y luego los más lejanos. Aguzábamos nuestro oído para escuchar e identificarlos. Luego percibir los olores… son tantos los olores que produce la naturaleza.
Así sin darnos cuenta fuimos aprendiendo a vivir dentro de la naturaleza de una manera muy armónica.
Algunas veces solo hacíamos este ejercicio, otros días lo combinábamos con observar el cielo y ver como lentamente aparecían las primeras estrellas y luego la luna y nos hablaba de las constelaciones y nos contaba historias de los marinos que se orientaban con las estrellas.
A veces nos acostábamos sobre la arena y mientras observábamos el cielo seguíamos escuchando los diferentes sonidos de la naturaleza.
Esto generó en mí una profunda cercanía a la naturaleza, despertando también la comprensión de la magnificencia de la creación de Dios. Experimentar esos atardeceres me llevaron a sentir el latido de cada ser en cada sonido, en cada estrella, en cada grillo saltarín, en cada constelación.
Esto, que yo llamo la sinfonía de la naturaleza, es la más profunda certeza que he podido encontrar, de soy parte de ella, de un ser inmenso y maravilloso que merece todo mi respeto y admiración, una admiración profunda que se expresa cuidando y valorando todo lo que tiene para ofrecernos, porque en últimas, comprendo que el irrespeto hacia ella, repercute en todos los seres vivientes, incluyéndome a mí misma.
Hagámonos conscientes de la naturaleza y dispongámonos a cuidar el efecto que nuestras acciones tienen sobre ella y a dejarnos sorprender a cada instante por su magnificencia.
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